El sol cae en La Antigua y, por fin, se fueron las nubes que taparon el Volcán de Agua durante todo el día. Una vez más, estoy viviendo uno de esos momentos en los que no sé si quiero llorar de alegría o de, llamémosle, melancolía.

2016 se esfumó hace unos días. Leí resúmenes del año en decenas de blogs, repasé colecciones de las mejores fotos del año y pensé que, quizás, a nadie le importaría leer el mío. No ha hecho falta estar muy atento para darse cuenta de que “Solo Ida” no ha pasado por su mejor año.

El blog se dignó a estar conectado al suero, mirando cómo me hacía a algo diferente, cómo crecía sin que yo lo creyese, cómo aprendía a vivir esta vida que en días como hoy aún no siento real ni aunque ya hayan pasado más de dos años desde que somos la misma persona. También estuvo a veces en riesgo de parada cardíaca, a punto de morir viendo cómo otros florecían, cómo mis ganas de escribir en él se iban esfumando tantas veces como he hecho y deshecho mi mochila o cómo no creía no encontrar mi camino en una bitácora que nació con el objetivo de ser meramente personal.

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Sin embargo, las píldoras de cariño repentinas han sido las vitaminas que han hecho que siga vivo. Así que hoy quería aprovechar para dar las gracias a todos (anónimos en su mayoría) los que os habéis pasado por aquí, por la bandeja de entrada y por las redes sociales para revivir mis ganas de seguir aquí un año más.

No creo que el paso de números en el calendario signifique algo trascendental. Solo creo que nos sirve para echar la vista atrás y evaluar qué fuimos y qué somos. Dice Jairo bastante a menudo: “y hace nada estábamos en Malapascua y, tiene razón, 12 meses no son nada. Y, sin embargo, 12 meses han sido mucho.

En enero de 2016 dije que iba a hacer no-planes y, en definidas cuentas, esto ha sido así más que nunca.

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2016 fue bestial. No voy a buscar una palabra fina o elegante, rebuscada o literaria.

2016 fue el año más complicado y, al mismo tiempo, fácil de mi vida. La treintena me dio pilas, hizo que algunas cosas empezaran a encajar, como ya debían haberlo hecho hace tiempo, y, de la misma manera, otras empezaran a desencajar de una manera muy fuerte.

Y, ya lo siento, vuelvo a caer en volver a mezclar lo personal con el viaje, pero no se me ocurre otra manera de orientar este blog. Cuando tecleo por aquí siento que un pedacito del corazón se me sale del pecho, por si alguien tiene ganas de agarrarlo durante un ratito aunque no le aporte ningún tipo de información sobre los lugares en los que estuve durante estos 12 meses.

Durante 2016 no viajé sola. Jairo, sin que él lo sepa, y América me impartieron el máster más caro y valioso. Hoy, aquí muerta de frío y, de nuevo, en solitario, me he dado cuenta.

En 2016, aún cambiando casi cada semana de lugar, me vi reflejada en los ojos del otro durante las 24 horas del día. Me di cuenta de lo ansiosa y poco optimista (por no decir pesimista, que queda feo) que puedo llegar a ser a veces. Aprendí a amar y respetar, a jugar limpio y ser menos rebuscada, a ir con menos peso en la mochila.

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No voy a tratar de hacer una apología del viaje, ni de vender lo bueno que son los años sabáticos ni cursos que hablen de lo rico que puede llegar a ser uno con un blog. Durante este año me he dado más cuenta que nunca que viajar de forma continuada no es para todo el mundo y que no es una fórmula mágica para cualquier problema (de hecho, vienen muchos y te inventas muchos otros) o para la felicidad. Es una fórmula más. La vida sigue siendo, para mí, un viaje.

En 2016 escribí más que nunca, pero no lo hice demasiado por aquí. A veces escribí por obligación, muchas otras las hice con el corazón, con ganas de contagiar lo que es para mí viajar. Porque en 2016 viví las mejores experiencias de mi vida y hasta me “casé” con el viajero que el viaje puso ante mis ojos. Sí, en 2016 aprendí a aceptarme delante de una cámara, a escuchar mi voz y a querer tener recuerdos digitales de lo que ahora soy.

A comienzos de 2016 volé de vuelta a España. Fue una parada fugaz, en la que tuve la suerte de estar con quienes quiero, conocer a un montón de gente bonita en Fitur y transmitir (muerta de nervios) mi pasión por esta vida frente a un público ávido de obtener más razones para viajar. Con unos kilos de más y unas dosis grandes de miedo por lo desconocido (¿a estas alturas?) aterricé en Perú.

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Hacerse a Sudamérica fue más sencillo de lo esperado. Más de un mes y medio pasamos entre Perú y Bolivia, hicimos el oído a las nuevas palabras en nuestro propio idioma, tachamos de nuestros sueños Machu Picchu y aprendimos a querer al “nuevo continente” casi como a nuestra vieja Asia, cuando aquello parecía casi misión imposible.

Después saltamos a Ecuador, un país del que apenas sabíamos nada y que resultó dándonos los mejores recuerdos de este ciclo. En Galápagos se quedó un trozo inmenso de mi corazón y todavía pienso que tendré que ir a dejar el otro pedazo.

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30 días después aterricé en la inmensa São Paulo para pasar dos meses por el “gigante americano”. Tenía Brasil ante mí, después de haberla soñado durante años, de sentir una saudade que parecía ridícula. Dos meses no fueron suficientes para desgranar lo que me parece un país en sí mismo. Tengo que ser franca, aunque estábamos en la misma página y hablamos el mismo idioma, la relación idílica que tenía con Brasil no terminó de cuajar. A veces pasa. Eso sí, en Iguazú lloré como un bebé y en los Lençóis Maranhenses pasé el mejor de mis cumpleaños.

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Con la lengua fuera, decidimos que era momento de “parar”. Ahí fue cuando se cruzó en nuestro camino Jabu y, sobre todo, su familia. Sheelah y Bernard nos dieron confianza ciega y nos cedieron su casa en Miami durante casi 3 semanas. Tras una inesperada parada de unos días en la isla caribeña de Curazao, llegamos a esa “América Latina” para probar eso del housesitting, trabajar y echarnos a ver una película en un sofá (sin mantita, que ni falta hacía en el caluroso verano de Miami). ¡Hasta “nos vinieron a visitar amigos”! Carla y Adrián se pasaron por casa y ahí fue cuando empezamos a maquinar. Lo mejor estaría por llegar.

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Jairo pensó que sería bonito volver a casa para sorprender a alguien especial y yo tuve la gran suerte de tener a los mejores padres viajeros. Pasé 3 semanas haciendo el mejor road trip por Estados Unidos con ellos. Yo, que no “daba un duro” por los States, me enamoré de sus parques naturales y de ese ambiente tan peliculero y, al mismo tiempo, tan real, casposo y único de las carreteras del interior de California, Arizona, Utah y Nevada. Gracias infinitas, papá y mamá, lo mejor del viaje fue compartirlo con vosotros.

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Cuando Jairo volvió, aprovechando la apertura de vuelos hacia Cuba desde Estados Unidos, pensamos que no habría una oportunidad mejor para conocer la isla más especial. Además, dejamos de ser dos para empezar a viajar con amigos. Carla y Adrián fueron nuestros mejores compañeros durante 30 días en Cuba.

De Cuba podría decir miles de cosas, pero cuando pienso en ella lo resumo en que aprendí mucho. Sobre todo, confirmé que para opinar de algo hay que informarse y, a poder ser, vivirlo y ponerse en todas las situaciones posibles. Cuba es, casi de forma literal, otro planeta y os invito a experimentarlo fuera de los hoteles y los resorts.

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De nuevo, tiramos los dados en la ruleta de los vuelos y salió Cancún. Voy a ser sincera, la idea de ir a México me daba terror; sin embargo, el terror se acabó convirtiendo en un amor para siempre. Pasamos tres meses en México. Un mes y medio vivimos y trabajamos en un apartamentito en Playa del Carmen, desde el que descubrimos que hay “otra Riviera Maya” fuera de los hoteles de Todo Incluido. Hicimos una rutina (no tuvimos tanta suerte consiguiéndola con el yoga) y nos hinchamos a tacos, a gringas, a horchatas, jamaicas e Indios.

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Cuando llegó la hora de salir del nido, México nos seguía sorprendiendo. Recorrimos más partes de Yucatán, Quintana Roo, Campeche y Chiapas. Llené mi instagram de fotos y stories de este país terrorífico y estoy orgullosa de haber conseguido que muchos se hayan animado a darle una oportunidad. Pasamos Navidad en Palenque comiendo arrachera y bebiendo margaritas, improvisamos unas uvas en San Cristóbal de las Casas para darle la bienvenida a 2017. Esta vez con abrigo, “y hace nada estábamos en Malapascua” frente al mar.

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2016 acabó lleno de amor, igual que 2015. 2017 empezó de la misma manera que 2016, de viaje. 

Hoy, desde este rincón de Guatemala miro con ilusión. 2016, ¡te pasaste! 2017, ¿qué onda? Voy a trabajar para que cuando mire hacia atrás, me sienta orgullosa de haberte vivido.
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