Suerte, ahora sí que sí, ese es el sustantivo que viene como anillo al dedo a las circunstancias que hicieron que pudieran viajar a las islas Maldivas.

Hay veces que me dicen que tengo una suerte que no me la creo y, cabezona de mí, tiendo a rebatirlo. Lo que hago creo que tiene un pequeño factor de suerte que viene derivado de lo que mis padres me dieron, de herramientas para haber conseguido llegar aquí; sin embargo, la otra componente de la ecuación creo que procede de lo que yo misma he creado para que suceda. He luchado y, sí, ahorrado mucho para que mis días sean ahora una sucesión de eventos semi-buscados-inesperados.

Así que fue la suerte lo que hizo que pudiese visitar Maldivas de la forma en la que lo hice, no hay otra palabra para describir la carambola que hizo que mi hermana encontrase trabajo en el país más plano del mundo y que el precio de los billetes desde Bangkok no se saliesen de madre.

Sinceramente, nunca imaginé pisar Maldivas tan pronto. Imaginaba poner el pie en algún momento de mi vida en el que me hubiera cansado de llevar la mochila a cuestas y en el que el presupuesto me hubiera dejado de importar. ¿Quizás algún momento romántico? La idílica sensación de compartir con alguien una cabaña con acceso al mar y a puestas de sol eternas…

Amanecer en Komandoo Island

Amanecer en Komandoo Island

Pero mis días en las islas turquesas ha sido mucho mejor que todo eso, algo que ni narrado en esta libreta se me hubiera ocurrido antes, mucho menos de la forma en la que empezó en la horrorosa Malé, la capital.

Puede que Malé sea la capital de un país más horrorosa que haya visto hasta el momento, aunque bien es verdad que la cercanía al mar la salva de la quema y que Nairobi siga siendo lo más feo que haya visto hasta ahora. La capital de Maldivas no tiene más a destacar que una mini playa en la que tomar el sol cubierta hasta las rodillas, un monumento a las víctimas del tsunami de 2004, la Mezquita del Viernes y la gran casa del presidente de la nación. El único color a la cuidad lo ponen el mercado de frutas y verduras y la lonja del pescado rodeados de dhonis, las embarcaciones típicas maldivas, que no pude ver cuando rondaba por la cuidad a las 5 de la mañana…

Y es que cuando una quiere ahorrar se hacen cosas como hacer Couchsurfing y que tu anfitrión tenga que irse a trabajar cuando el sol ni ha salido. La buena parte es que, además de ahorrarte un buen dinero en hoteles a precios de llevarse las manos a la cabeza, puedes disfrutar de un amanecer sobre el mar rodeada de algún pesado que viene a darte la brasa…

Luke es un canadiense afincado en Malé desde hace tres años por su trabajo, que no es otro que el de pilotar hidroaviones que llevan a turistas hacia los resorts distribuidos por los atolones de Maldivas. ¿Alguien se imagina ver postales en turquesa chillón cada día? ¿Alguien se imagina ver desde el aire la figura de tortugas y ballenas surcando el Océano Índico?

El trayecto Colombo-Malé fue como estar sumida en un sueño. De pronto, la vida era turquesa en todas las formas posibles. Los atolones se paseaban ante mis ojos como si nunca pudiera pisarlos, como si estar en un país como ese fuera una película que nunca fuese a hacerse realidad.

Las aguas de Maldivas

Las aguas de Maldivas

Gracias a Luke, que en menos de dos horas respondió a mi petición de CS, la entrada al nuevo país fue mucho más llevadera y en un suspiro me descubrió lo poco descubrible de Malé.

Mi hermana, Sara, fue la razón de que esta película azul se hiciera realidad. Naifaru no es la isla más conocida de Maldivas pero es la sede de la ONG en la que trabajaba. Se trata de una isla con población local no mayor a 3.600 habitantes, que no parecen estar nunca en la calle juntos porque yo juraría no haber visto mas de 100 personas andando por allí. Naifaru se camina en menos de 30 minutos y tiene poco mas que dos calles comerciales, el hospital regional del atolón, unos cuantos restaurares junto al muelle, un vertedero donde se quema toda la basura, un par de mezquitas y un centro de conservación marina donde Atoll Volunteers desarrolla un proyecto de cuidado y rescate de tortugas marinas. Las playas están casi todas llenas de basura (a excepción de aquellas que son limpiadas por los voluntarios) y vacías, los habitantes de Maldivas no parecen interesados en disfrutar de su bien más preciado y pasábamos los días solas recorriendo los arrecifes de la isla coralina en la más perfecta soledad.

Las calles de Naifaru

Las calles de Naifaru

El mar era una piscina el día que embarqué en el barco rápido hacia Naifaru, llevaba cuatro meses sin ver a mi hermana y los nervios me revoloteaban en el estómago (y el hambre rugía… Llegué en pleno Ramadán y allí no había nada que comer) mientras las islas se sucedían ante mi mirada de ilusión. Trozos de tierra de diversas formas decorados por las siempre guapas palmeras y rodeados de turquesa, turquesa y turquesa. Delfines que saltan al ritmo del barco, ¿es verdad lo que estoy viendo? ¿Era verdad el autoregalo que me estaba haciendo para mi cumpleaños?

Y el 18 de julio, además del pareo turquesa más bonito del mundo y la tarta de galletas y chocolate tradicional de la familia Rodríguez-Trigo, recibí un paseo en barco con delfines saltando por la proa, un atardecer sobre el mar y un trozo de arena en una isla deshabitada además del techo de estrellas que solo puede verse de esa manera en desiertos o en paraísos como Dhipdoo. Palmeras, arena blanca, arroz con atún y tomate y mi pasión, el mar. ¿Qué más podía pedir?

Me levanté con el amanecer y caminé sola hacia la lengua de arena, allí estaba ella, una manta raya de un metro de diámetro al menos. Y se me volvieron a saltar las lágrimas. La naturaleza consiguió una vez más emocionarme solo siendo lo que ella es. Eso es lo que Maldivas me regaló, una naturaleza virgen que descubrí con una de las personas más importantes en mi vida (aunque de pequeñas ninguna de los dos lo sabíamos).

Dhihdhoo o cómo dormir en una isla deshabitada...

Dhipdoo o cómo dormir en una isla deshabitada…

Me volví a meter en el mar cuando no eran ni las siete, sin esperar mucho más de un día que había empezado así. Y, de nuevo, ahí estaban los corales más bonitos del mundo. Los peces loro que en Maldivas son más preciosos aún si cabe, rosas, morados, azules, hasta de 60 centímetros de longitud, patrullando el arrecife. Pero esa naturaleza inesperada me iba a regalar el avistar otra preciosa manta raya gris nadando junto a la arena… ¿Te acuerdas de cuando volvías a casa llorando de la oficina?

Los días se sucedían entre mashuni (posiblemente unas de las mejores comidas que haya probado hasta el momento) y vestirse para salir a hacer esnórquel alrededor de nuestra casa. Feliz.

Salimos en solitario a descubrir Veyvah, otra perla deshabitada del atolón y que puede que tenga uno de los arrecifes más preciosos que haya visto hasta el momento. Con todo el pelotón de voluntarios, me aventuré (sin ningún éxito) a la pesca nocturna en medio del mar. Creo que estaba tan encantada de la vida con la novedad y viendo el agua brillar que ni me acordaba de los mareos anteriores.

Uno de las tantas veces bajo el mar

Uno de las tantas veces bajo el mar

El calor que hacía esos días en Naifaru era de esos que no te dejan ni ver por el reflejo de los rayos de sol en el suelo. Sin embargo, los paseos por la isla eran un intercambio de sonrisas y alguna que otra palabra en diveji a aquellos que resistían las horas del día sentados en las incomprensiblemente incómodas sillas que los habitantes de Maldivas parecen amar. Saludar a las tortugas y puestas de sol sin ningún edificio que la entorpezca. ¿Te acuerdas cuando mirabas a la foto que tenías de El Nido en tu escritorio con vistas a la Torre Picasso?

Y esta vez me dejé patrocinar por los patrocinadores más generosos del mundo, mis padres. Mi regalo de cumpleaños fue hacer dos de las cosas que más me gustan del mundo: bucear y disfrutar de la playas. Me sumergí en las aguas cercanas a Kuredu y comprobé que los acuarios de las tiendas no son más que una burda reproducción de la realidad de Maldivas. Me sumergí en una luna de miel con mi hermana en un resort de esos que imaginabas cuando escuchabas las palabras Islas Maldivas.

Homenajeada en el resort...

Homenajeada en el resort…

Como princesas de cuento, como enamoradas de la vida pasamos 30 horas en Komandoo en un bungaló con las mejores vistas imaginables. Casi llorando saboreando queso holandés y carne de Nueva Zelanda junto al mar, llorando cuando el Universo decidió reglarme un tiburón ballena nadando el atolón, riendo con la cara de sorpresa de mi hermana al ver dos mantas gigantes bailar ante nuestros ojos. ¿Te acuerdas cuando te despertabas cada mañana con la ilusión de volver a casa pronto del trabajo?

Sí, las fotos eran verdad

Sí, las fotos eran verdad

Y así fueron mis días en el país de los atolones, en el país más turquesa que he visto en mi vida, en el país con la naturaleza marina más preciosa que he visto hasta el momento, en el país que me emocionó una y otra vez siendo el más plano del mundo.

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